Una tarde llamaron a la puerta del despacho, y cuando abrí, me encontré con Diego. Tendría muchos años, caminaba encorvado y en pijama, y venía a protestar: era paciente oncológico, a su ingreso no le habían dado pases de visita y estaba indignado; nadie iba a verle.
Me
disculpé en nombre del servicio y le di sus pases reglamentarios; pero cada
tarde, Diego volvía y a llamar a mi puerta, entraba y se sentaba tranquilamente
y empezaba a hablar. Nos hicimos grandes amigos y yo aprendía de sus palabras,
de sus sonrisas, de sus miradas y de sus silencios.
Una
tarde de mucho trabajo, Diego no llegó. Terminé mi turno y muy inquieta me fui directa
a Oncología y pregunté por él.
Diego… ya no está. Falleció anoche.
Mecánicamente
abandoné el servicio donde mi amigo esperaba las visitas que nunca llegaron. Había
anochecido y las lágrimas apretaban mi alma; más comprendí que en la vida todo
era prestado y salí a buscar la belleza del alba.
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